Lectura Dominical

El Pielroja de Ricardo Rendón

Desde 1924, en Medellín, un indio Pielroja americano, al frente de un débil empaque de cigarrillos sin filtro, parecía el indicado para pelearse con rubios norteamericanos, estos mejor armados, escudados en duras cajetillas de cartón y hasta con filtros mentolados, que estaban por llegar. Hoy todos siguen peleando, ahora alineados en la misma orilla, esa, en la que bocas siguen sacando humo a pesar del prohibición que, con sus razones y a veces sin ellas, parece haberse instalado en este nuevo siglo. De todas maneras, ese indio Pielroja de 11 plumas, sigue mirándonos desde la vitrina de alguna tienda o estampado en alguna camiseta, como si se tratara de un Rockstar. Porque fumen o no, este Pielroja se creó para poner a prueba la recordación de marca de los colombianos.

Ahora, un siglo después de que el antioqueño Ricardo Rendón le diera vida con sus lápices al famoso Pielroja, fumar ya no es símbolo de sensualidad ni digno de estrellas de Hollywood. Lejos quedaron los días en que el tabaco, junto al oro, eran productos de exportación encargados de darle estabilidad a la economía colombiana. Eso, antes de que fuéramos bautizados como el país cafetero.

Cuentan los viejos periódicos que el humo del indio Pielroja cruzó fronteras en 1935 para llegar a Ecuador, y que luego se dio a conocer en Suiza, Ucrania, y Estados Unidos. Y que, al reclamo de Venezuela, España, Uruguay, Panamá, Aruba y Holanda, se fue fumando el mundo hasta llegar a Rusia y a donde los árabes.

Ese cigarro ovalado, dulce y negro tenía sus antecesores: los ‘Victoria’, ‘Pierrot’ y ‘Dandy’, esas tres marcas, también antioqueñas, que precedieron a la creación de la Compañía Colombiana de Tabaco ‘Coltabaco’ (1919) que a la larga fomentó el cultivo de la hoja de tabaco en Santander, eso desde mediados del siglo XIX, porque antes, lo normal, era sacar bocanadas de humo provenientes de tabacos turcos negros y amarillos, que dieron paso a los americanos, que a la larga fueron remplazados por los negros producidos en el departamento de Santander.

La huelga Pielroja

Todo marchaba humo en popa para el Pielroja antioqueño, a pesar de sus confrontaciones con los rubios americanos, que con filtro y mentol fueron ganando adeptos. Bien, hasta el 16 de agosto de 1967, día en que estalló una huelga de trabajadores en la tabacalera. “Paralizadas las fábricas de Coltabaco”, se tituló en la tapa del diario El Tiempo. Sucedió que 1.213 de los 2.299 trabajadores de la compañía, repartidos en Bogotá, Bucaramanga, Barranquilla, Medellín, Cartagena, Cali y Pasto, pedían que se les pagara más de los 1.480 pesos que mensualmente llegaban a sus bolsillos, prima móvil incluida, en tiempos en que el salario mínimo en Colombia se tasaba en 420 pesos.

Y fue ahí, cuando en las calles y en las tiendas la especulación estalló: El paquete del indio Pielroja, que entonces era a 90 centavos, se valoró en el doble, dándole ventaja a los rubios americanos, más baratos. Fue por esos días cuando la Compañía Colombiana de Tabaco dejo ver sus números: 17 millones de cigarrillos producidos por año, en un país que escasamente llegaba a 10 millones de habitantes mayores de edad, a los que, por lo menos de manera oficial, se les permitía fumar.

Y entonces, unos y otros, fieles al indio de Rendón, entraron en desesperación, hasta el punto que un solo y preciado Pielroja se fumaba de boca en boca. Cuentan, que una sola bocanada del preciado tabaco era cobrada a 10 centavos por los ambiciosos negociantes que lograron hacerse a un cotizado paquete de 18 cigarrillos. Ni las colillas se quedaron por fuera del negocio.

Tras un mes y 17 días más, la polémica regresó a la primera página de El Tiempo: “Terminó huelga en Coltabaco”. No hubo aumento para los huelguistas, pero si la posibilidad de un despido masivo, por lo que el sindicato decidió levantar el paro. Pronto, las calles, cafés y bares, se nublaron con la humarada de los “pielrojas” de 7 centímetros. Entonces, junto a la panela y los huevos, el paquete de cigarrillos regresó a la canasta familiar.

Ahora, un siglo después de que el Pielroja empezó a echar humo, ya no se fabrica en Colombia. Resulta que Coltabaco tuvo que ser absorbida por la Philips Morris International, tras el descalabro que sufrió en 1993, el año de la apertura del gobierno de César Gaviria. Y la Philips Morris, se llevó, en el 2005, al Pielroja de Ricardo Rendón para México dejando en Colombia una masacre laboral de más de 3.500 trabajadores.

El indio Pielroja, indomable hasta entonces, había soportado muchas batallas. Mirando a la izquierda, otras veces a la derecha, había soportado que el artista José Posada le pusiera colores en los años 50, y hasta se atreviera a cometer el sacrilegio de quitarle una pluma. Peor lucha afrontó cuando, en 1978, tuvo que afrontar las críticas del entonces famoso columnista Eduardo Caballero Calderón, fumador de “pielrojas” – dicen que hasta dos cajetillas diarias terminaba- y quien molesto por su alto precio y por la poca renta que les dejaba a los cultivadores, escribió: “Ya no sabe a nada (…) Me permito aconsejar a quienes deseen abandonar el nocivo e idiota vicio de fumar, que comiencen a fumar Pielroja”. Eso lo describió Alfonso Barreneche Estrada en la Biografía de Pielroja.

Pese a todo, los “Peches”, como los llaman, sobrevivieron sin cambiar de tamaño, forma y sabor. Eso sí, algunos se pusieron filtro para estar en las mismas condiciones de los rubios norteamericanos, pero ni por esas lograron seguir siendo el cigarrillo que fumaban a la par obreros y jefes. Se resignó, entonces, a quedarse en el fondo de las mochilas de los de aspecto revolucionario, como alguna vez estuvo en los bolsillos de los sacos de Gabriel García Márquez, Alejandro Obregón, León de Greiff…

Resulta que las nuevas ofertas de tabacos fueron dejando en evidencia el fuerte olor que desprendían los “Rompepechos”, como también son señalados. Entonces, de apetecidos pasaron a espantar la clientela. Literal, para muchos, el Pielroja apestaba y espantaba.  Pronto, dejaron de ser ese cigarrillo que “Satisface plenamente el deseo de fumar”, tal era su slogan.

Muy atrás empezaron a quedar los almanaques en el que una mujer fumaba el entonces cigarrillo más apetecido en Colombia. El de los avisos en los periódicos y en afiches impresos en Suiza. Famosa fue la valla que por muchos años estuvo encima de la puerta principal de la plaza de toros La Macarena de Medellín. Hasta un equipo de fútbol, el Atlético Bucaramanga, se fundó con jugadores de la fábrica de esa ciudad. Y como miles de colombianos, también soportó la época de La Violencia, esos años en que el indio con visos rojos fue vetado por los conservadores. Años en que la Compañía Colombiana de Tabaco tomó una salomónica decisión: ponerle plumas azules al indio de Ricardo Rendón. Hubo “pielrojas” para todos.

Ricardo Rendón, el genio detrás del indio Pielroja

Cien años después de dibujado, el indio Pielroja sigue siendo un icono gráfico. El mismo que una vez creara el caricaturista antioqueño Ricardo Rendón, famoso por criticar la situación política de Colombia, la hegemonía conservadora más exactamente, en las primeras décadas del siglo XX. “Condensaba en sus dibujos la amargura del pueblo”, se dijo en el diario El Tiempo.

Personajes de Colombia bajo el pincel de Ricardo Rendón.

Hijo de Ricardo Rendón y Julia Bravo, nació en Rionegro, Antioquia, en 1894. Con 17 años, se fue con toda su familia para Medellín porque los lápices lo llamaban, primero desde el taller del pintor Francisco Cano y luego desde las aulas de la Escuela de Bellas Artes. Pintó, escribió poemas y artículos bajo el seudónimo de Daniel Zegri. Y de ahí, en 1918, a Bogotá, más exactamente a las instalaciones de El Espectador y El Tiempo. Pero sus dibujos no eran exclusividad del tercer poder, como se llegó a llamar a los dos periódicos, porque Rendón también colaboró para la revista Cromos, y los diarios El Gráfico, El Colombiano y La República. Cuentan que incluso lo llamaron para trabajar en el – New York Times, pero no quiso. Dicen que su espíritu antiyanqui contestó: “Yo gano aquí 1.000 pesos y pago otros 1.000 por no tener que vivir en Nueva York”.

La última bocanada de Rendón

Era miércoles, y dicen que el reloj de la iglesia San Francisco ya había marcado las 10 de la mañana, cuando Ricardo Rendón atravesó la puerta del café La Gran Vía, en el centro bogotano. Vestido de luto riguroso, como casi siempre envolvió su silueta delgada, se fue hasta uno de los salones reservados del lugar, en el que la noche anterior había escuchado las notas del piano, y ahí, ya sentado, pidió un vaso y una cerveza Germania.

Veinte minutos después, tal vez más, o menos, Ricardo Rendón le dio un portazo a la vida con un disparo en su cabeza. Antes, minutos antes, quizás como lo hacía con sus dibujos, debió sacar de una de las mangas de su saco el papel en el que escribió la que sería su última petición: “Suplico que no me lleven a casa”.

Ese papel, ahogándose en un charco de sangre, junto a una colilla de Pielroja, de una Colt calibre 25 y cerca al cuerpo de Rendón que de medio lado aún respiraba, pintó la terrible realidad. En la mesa, el vaso vacío.

No se supo desde cuando Rendón le coqueteaba a la parca ni porque lo hizo. No murió al instante, esa parca tuvo que seguirlo hasta la casa de salud del doctor Manuel V. Peña, a donde lo había llevado el teniente Samuel Gaitán. El mismo lugar que pronto se vio llenó de políticos y amigos del dibujante que miraban sus relojes, como pidiéndole tiempo a la parca. Pero otro reloj, el de la iglesia San Francisco, ya marcaba más de las seis horas de la tarde, y entonces, Ricardo Rendón se marchó para siempre.

Era 28 de octubre de 1931, cuando Rendón, quien solo tenía 37 años, solo eso, decidió quitarse la vida. Era él, un hombre que deambulaba de diario en diario “al que la calle le habría nuevos créditos y nuevos programas. En la moratoria total de la noche, brillaban las luces de los bares… Y había por allí una dulzarrona música de La Habana y en los apartaderos fungían las botellas. Y había un castizo olor a fritanga. Y un minucioso ruido de carambolas se tiraba desde los balcones al patio. Bogotá nocturna, Bogotá bella que amó Ricardo y que calientan tu clima necio con el oro de las estrellas. Ciudad en la que el alba venía, con el pan y la leche. Sobre un río de silencio la ciudad alzaba sus muros. Edificios y estatuas imponían su mole abundante. Capitalina, con sus palacios y sus cuarteles tranvías procelosos, atestados de obreros y de beatas ahuyentaban las últimas sombras. La realidad derrotaba al ensueño. Rendón se marchaba a su casa masticando bondad y sonrisa. Y ahora duerme este sueño de Marfil blanco. Cuando caíste de bruces sobre la muerte, ya ella se había preparado para la cita, como una escena italiana de Casanova. Un día te veremos tomar el camino de mármol y Bogotá sonreirá con los ojos llenos de lágrimas. Ya lo ves: hemos aprendido la lección de tu vida. Al despedirte mezclamos la sonrisa y el llanto”. Así describió Jaime Barrera Parra en el diario El Tiempo, a la Bogotá de los poetas, el mismo día en que esa ciudad despidió a Ricardo Rendón, el hombre que con un lápiz hizo oposición en tiempo de conservadores. Al amigo de César Uribe Piedrahita, Matoño Arboleda, Pepe Mejía, León de Greiff, ese poeta que le contó lo de “Todo no vale nada y el resto menos…”.

Ellos, en algún lugar, y otros en aquel café La Gran Vía, a mitad de la cuadra entre las actuales calles 17 y 18, con un Pielroja en la mano, se enteraron de la muerte de su amigo Rendón. Al que no se lo contaron, porque escuchó el disparo, fue al “Chato” Murillo, el propietario del que fuera el primer Café bogotano.

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